domingo, 21 de abril de 2019

EL CONTRATO SOCIAL - JEAN-JACQUES ROUSSEAU


En épocas en las que se acercan elecciones de todo tipo y en un período relativo corto de tiempo, todos tendríamos que plantearnos nuestro contrato social.

¿Qué es el Contrato Social?

Podríamos decir, para empezar,  que es una obra mucho más amplia, que Rousseau proyectó durante su estancia en Venecia en los años 1743 y 1744, como secretario del Embajador de Francia.

Su toma de contacto con los entresijos con la política y su decepción ante las instituciones venecianas, que gozaban de gran crédito en Europa, le impulsaron a emprender la tarea de exponer ante el mundo los principios de un buen gobierno.

El ambicioso plan consistía en la elaboración de un vasto tratado sobre las instituciones políticas que fundase el Derecho Político, ciencia que según Rousseau, debería haber creado Montesquieu pero que este desdeñó para centrarse en el estudio del derecho positivo de los gobiernos establecidos. Aunque, como señala Dérathé, Jean-Jacques peca de injusto con su contemporáneo, pues El Espíritu de las Leyes no se reduce de escribir y comparar las distintas legislaciones, la observación de Rousseau marca bien las distintas orientaciones de ambos autores.

El subtítulo de la obra de Rousseau "Principios de Derecho Político", reflejan mejor que el título las intenciones del autor.

Dicho proyecto, en el que el ginebrino trabajó, aunque no de manera continuada, durante cerca de 15 años, fue finalmente abandonado. Rousseau no es muy explícito en las Confesiones a la hora de referirse a las causas de dicho abandono; cuenta únicamente que era una obra que requería aún, en 1758, varios años de trabajo y que no se sentía con ánimos de concluirla.

Se decidió entonces a salvar y poner en limpio parte de lo escrito, sin descuidar por ello la redacción de Emilio, que tenía entre manos en aquel momento. En menos de 2 años, El Contrato Social estuvo listo para su publicación. Como es sabido, la obra apareció casi a la vez que Emilio, siendo en gran medida, eclipsada por dicha novela.

Louis-Sébasstien Mercier escribía en 1791 que el Contrato Social fue el libro menos leído de Jean-Jacques hasta la Revolución Francesa. A partir de entonces, su suerte cambió radicalmente y todos los ciudadanos lo leyeron y aprendieron de memoria. Roussseau se convirtió, como ha subrayado Roger Barny, en uno de los mitos de la revolución.

Pero en vida del ginebrino, si hemos de aceptar las investigaciones llevadas a cabo por Daniel Mornet sobre los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa, solo se encontraba un reducido número de ejemplares del escrito en bibliotecas privadas. Probablemente, ello se debió a que la obra impresa en Holanda, no recibió autorización para ser difundida en Francia. Malesherbes, después de leer el manuscrito, se vio en la obligación de denegar el permiso, por lo que el tratado se propagó clandestinamente.

La acogida que recibieron Emilio y El Contrato Social fue un duro golpe para Rousseau. En junio 1762, el Pequeño Consejo de Ginebra, condenaba conjuntamente las dos obras a ser quemadas por "temerarias, escandalosas, impias y destructoras de la religión cristiana y todos los gobiernos" y decretaba el arresto del autor si este hacia acto de presencia en la ciudad. En Francia, se persiguió a los libreros que desafiaban la prohibición y difundían El Contrato Social, y la Soborna y el Parlamento de París ordenaron la quema pública de Emilio, que había sido editado en Francia, y la detención de su autor.

Es de sobra conocida la conmoción que todo ello supuso para Rousseau. Huyó de Francia, llegó a Yverdon, en Berna, de donde fue expulsado poco tiempo después, se refugió en Môtiers, donde su casa fue apedreada por los vecinos,intentó establecerse en la Isla de Saint-Pierre, de donde también fue expulsado por el pequeño Consejo de Berna, encontró amparo en Inglaterra, y finalmente volvió a Francia.

1762 marca pues un giro en la trayectoria de Rousseau. Si en la época en la que precede esta fecha, el ginebrino se siente llamado a cambiar el mundo, o, al menos, a detener la marcha imparable de la corrupción de la sociedad, si asume la tarea de reformador social, cual nuevo licurgo o solón, la condena de sus dos obras va a dar al traste con sus proyectos.

"Abandonado por los hombres, sus hermanos", -escribe en los Diálogos-, injuriado y perseguido, va a comenzar el largo peregrinaje que le aleja, a la vez, de sus sueños colectivos y de sus ansias reformadoras. En esa segunda etapa de su vida, va a sentir la necesidad de justificarse y de demostrar ante el mundo su inocencia y la terrible injusticia de que ha sido objeto. Así surge la obra biográfica, -las Confesiones, los Diálogos, Las ensoñaciones del paseante solitario-, que es un continuo lamento de autocompasión, a la vez que un grito desgarrado que reclama atención y amor a sus semejantes. Roussseau asume su papel de víctima.

Aquí nos movemos en el reino de los sentimientos, de la sensibilidad, del Yo, de la subjetividad, en el que Jean-Jacques es un verdadero maestro y un claro antecesor del Romanticismo.

Pero incluso en esta segunda época en la que predomina en nuestro autor la búsqueda de la paz interior, en la que Rousseau, como Emilio, tiene que salvarse solo, la esperanza en la humanidad no está definitivamente perdida. Es como si, de las cenizas de su gran decepción, pudiese aún brotar la confianza en que algunos pueblos pueden salvarse porque todavía quedan "hombres antiguos en los tiempos modernos".

Prueba de ello son esas dos obras políticas posteriores a 1762, el Proyecto de la Constitución para Córcega, y las Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia, en las que trata de aplicar los principios expuestos en El Contrato Social a dos pueblos reales, uno de los cuales, el polaco ni siquiera reunía las condiciones requeridas en el tratado.

Las Consideraciones, escrita en sus últimos años de vida, es, en palabras de Bronislaw Baczko, el último sueño cívico de Rousseau. Pero es  más que un sueño. Es el intento supremo por aplicar a la realidad los principios abstractos del Contrato, y por demostrar que incluso un país tan grande como Polonia y tan poco apto para tolerar una buenas constitución, podía adaptarse a su ideal político porque aún conservaba el amor a la patria. Rousseau supera la dificultad mayor -la extensión que hace inviable la democracia directa y parece requerir necesariamente el modelo representativo- mediante el sistema federativo, y hace de los representantes a la Asamblea federal meros comisionados, provistos de mandatos imperativos, y obligados a rendir cuentas de su gestión. Para evitar la corrupción de dichos mandatarios propone asimismo la rotación de los cargos y una estrecha vigilancia sobre su actuación. Con estas medidas pretende convertir la utopía expuesta en El Contrato en realidad.

Pero ¿se puede hablar de utopía con relación al Contrato? En las Cartas escritas desde la montaña, Rousseau niega todo carácter utópico a esta obra, y atribuye su condena por parte del Pequeño Consejo de Ginebra precisamente a su realismo:

"Si sólo hubiera elaborado un sistema, esté usted seguro que no habrían dicho nada. Se hubieran contentado con relegar El Contrato Social, junto con La República de Platón, y los Severambos, al país de las quimeras. Pero describía un objeto existente, y se pretendía que dicho objeto cambiase de apariencia. Mi libro era testigo del atentado que se iba a llevar a efecto. He ahí lo que no me han perdonado".

Encontramos, en efecto, en toda la obra rousseauniana una tremenda preocupación por la realidad y por asentar sus principios tomando a los hombres tal como son, según afirma en El Contrato. Prueba de ello es, por ejemplo, la minuciosidad con que se documenta sobre la historia de Polonia para escribir sus Consideraciones. Ni siquiera en El Contrato -obra que resulta obligadamente abstracta por establecer los fundamentos de un buen gobierno- pierde de vista el ginebrino la realidad, como lo demuestra el hecho de que, a la pregunta de cuál es el mejor gobierno, Rousseau responda, siguiendo a Montesquieu, que depende de factores tales como la extensión, la población, el clima, las costumbres, etc.

Precisamente uno de los errores que más reprocha al Abate de Saint-Pierre es haber construido un sistema para los habitantes de Utopía y no para hombres de carne y hueso. Nada más lejos de la intención de Jean-Jacques que, sin embargo, muy a su pesar, acaba por caer también en la utopía.

Pero la utopía rousseauniana, como ha puesto de manifiesto Jean Fabre, es una utopía realista, que se encarna en la historia, que ha existido realmente, que se puede situar en un tiempo y un espacio concretos, a diferencia de la ciudad utópica, que no tiene presente ni pasado, que queda fuera de la historia, o del mito ilustrado, que se enclava en un futuro hipotético.

Se ha dicho que el ideal propuesto en El Contrato Social es Ginebra. Pero se trata de la Ginebra de sus sueños, una Ginebra idealizada y revestida con todos los rasgos de la Antigüedad. Ginebra es, para Rousseau, la Roma de los tiempos modernos. Es el único Estado que aún conserva las virtudes antiguas. Es la ciudad idílica que aúna el amor a la patria, la virtud, y la pasión por la libertad. Para su descripción del ideal de la Ciudad-Estado, Jean-Jacques se inspira en los antiguos cantones rurales suizos, que practicaban la democracia directa y resolvía sus asuntos mediante reuniones asamblearias de todo el pueblo.

Pero la democracia suiza es, a mediados del XVIII, un mito, y Ginebra, una sombra del Estado igualitario y democrático del pasado, cuyas instituciones comunitarias han dejado paso a la oligarquía del Pequeño Consejo.

Autores como Robert Dérathé han señalado, por otra parte, que Rousseau no tenía un conocimiento precioso de la Constitución de Ginebra cuando escribió El Contrato. Aunque estaba fuertemente interesado por sus instituciones políticas, no emprendió seriamente su estudio hasta 1762, en que la condena de sus obras por el Pequeño  Consejo le obligó a tomar su propia defensa en las Cartas escritas desde la montaña. El propio Rousseau, en carta de De Luc, confirma este hecho.

Es cierto, sin embargo, que unos años antes -en 1754- había vuelto a su ciudad natal, pero ese regreso, en olor de multitudes, no le había permitido descubrir el proceso de corrupción en que se encontraban inmersas las instituciones ginebrinas.

Tanto la apologética y desproporcionada Dedicatoria del Discurso sobre las Ciencias y las Artes, escrita antes de dicho viaje, como El Contrato Social, describen así una Ciudad-Estado basada en una Ginebra transfigurada, a los ojos de Rousseau, en la reencarnación de las venerables instituciones de la Antigüedad.

El modelo político propuesto en El Contrato aúna así las antiguas instituciones políticas ginebrinas, idealizadas en la mente de Jean-Jacques por la lejanía y el recuerdo, con la Ciudad-Estado grecorromana, cuyas virtudes y costumbres modélicas le enseñó a reverenciar su padre.

El pueblo reunido en asamblea, legislando, como lo hacían los antiguos griegos y romanos. He ahí el sistema que Rousseau propone como ideal a la Europa ilustrada. A esa Europa de los grandes Estados nacionales y centralizados, Jean-Jacques tiene la osadía de presentarle como alternativa el modelo de la polis. Frente a la tendencia creciente a la centralización, Rousseau aconseja, por el contrario, a los grandes Estados como Polonia adoptar el modelo federal, y, frente a la burocratización de las grandes monarquías, defiende un antiestatismo que reduzca al mínimo todo tipo de funciones y de cargos. Y frente a los grandes ejércitos permanentes, propugna las milicias populares.

Sin duda Jean-Jacques es consciente de ir a contracorriente y de las limitaciones de su modelo político, que sólo podrá ser seguido por unos pocos pueblos en los que aún perviven esos valores "antiguos" que todavía no han sido sustituidos por intereses mercantiles. Pueblos agrícolas aún no corrompidos por el comercio, la industria y el lujo, que no han destruido todavía los lazos de solidaridad, y desarrollado el desmesurado afán de enriquecerse. Pueblos, en definitiva, en los que aún prevalecen valores precapitalistas.

A ellos va dirigido El Contrato Social. La utopía rousseauniana consiste así en un intento de detener la marcha de la historia  y preservar a esos pueblos poco desarrollados de un progreso que el ginebrino juzga destructor.

No es que Rousseau quisiera volver al tiempo en que los hombres andaban a cuatro patas, como malintencionadamente sugería Voltaire, ni que, por puro esnobismo y espíritu de contradicción, se manifestase en contra del progreso en general, uno de los sacrosantos pilares de la civilización de las Luces, sino que rechazaba ese específico progreso histórico que había tenido lugar, y que había conducido a la pérdida de la igualdad y de la libertad originarias.

Frente a esa sociedad de las Luces, brillante y opulenta, que oculta, en palabras de Rousseau, bajo el esplendor de sus guirnaldas de flores -ese decir, de sus ciencias y sus artes, de su civilización, en suma- gruesas cadenas de hierro -léase dependencia, falta de libertad, opresión, etc.-, el ginebrino es partidario de un modelo de sociedad austero y autosuficiente, donde los valores éticos predominen sobre los mercantiles,  y donde el bien común sea el valor por excelencia. Sociedad igualitaria donde los pobres no se vean obligados a venderse a los ricos, y donde todos los ciudadanos tengan asegurados los medios de subsistencia, es decir, un trozo de tierra que les permita subsistir sin depender de nadie.

La utopía rousseauniana radica en su pretensión de aferrarse a un modelo de sociedad que la ascensión imparable del capitalismo hace ya inviable.

Detrás de la denuncia de la propiedad privada del Discurso sobre el origen de la desigualdad subyace la condena de la sociedad capitalista. Aunque Rousseau no es capaz de percibir en profundidad los cambios que se están produciendo en la sociedad de su época, sí tiene la sensibilidad suficiente para detectarlos.

"El primero que, habiendo cercado un terreno, se le ocurrió decir. esto es mío, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, ése fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, cuántas miserias y horrores no habría evitado el género humano aquel que, arrancando las estacas o allanando el cerco, hubiese gritado a sus semejantes: "Guardaos de escuchar a este impostor, estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie"!".

Estacas, vallas, cercamientos. Secuelas del auge del capitalismo, que conlleva expropiaciones de tierras y proletarización para el pequeño campesino. El proceso de cercamientos que, impulsado por los fisiócratas, se desarrolla en Francia a mediados del XVIII tiene como objetivo racionalizar las explotaciones agrícolas, concentrando las parcelas para maximizar los rendimientos, y expulsando de ellas a los pequeños propietarios o usufructuarios.

La gran conmoción económica va unida al auge del individualismo y de los intereses crematísticos que ahogan los valores éticos propios de los pueblos precapitalistas. Muchas de las páginas de su Discurso sobre las Ciencias y las Artes, ese discurso premiado por la Academia de Dijon que le lanzó a la fama, están cargadas de un negro pesimismo, ante el derrumbe de ese mundo solidario, de héroes, de virtud, de amor a la patria, que simbolizan para Rousseau Ginebra y Roma.

"Los antiguos políticos hablaban incesantemente de costumbres y de virtud; los nuestros sólo hablan de comercio y de dinero".

La gran línea de demarcación que separa, en el Siglo de las Luces, a Rousseau de los Enciclopedistas vine marcada por su defensa de dos mundos antagónicos. Desde Locke, los teóricos liberales se agrupan bajo la bandera de la libertad, bajo la que subyace una defensa a ultranza de la propiedad. es Locke, y no Rousseau, quien logra la cuadratura del círculo al conseguir armonizar los postulados del derecho natural -que básicamente se resumen en que todo hombre tiene derecho a lo necesario para su subsistencia, lo que justifica el disfrute de una pequeña propiedad- con la existencia de un grupo social desprovisto de cualquier medio de vida.

Lo que Locke legitima en su famoso Ensayo sobre el Gobierno Civil es la propiedad privada ilimitada, propia de la sociedad capitalista, y la división de ésta en dos clases antagónicas, todo ello en el marco del derecho natural. Fundamentación que es básica para la existencia del nuevo orden capitalista.

La gran tarea de Rousseau va a consistir en enfrentarse a esa legitimación, y tratar de desmontarla. Ese es el significado que tiene su infatigable reivindicación de la igualdad que, como un leit motiv permanente, aparece a lo largo de toda su obra.

No hay que ver, sin embargo, en su defensa de la igualdad la búsqueda de un igualitarismo absoluto, porque Jean-Jacques no aspira al comunismo de los bienes, sino que admite un cierto grado de desigualdad. En efecto, a lo más que llegan los igualitarios de mediados del XVIII -salvo alguna excepción- es a reclamar una sociedad que provea a la subsistencia de todos los hombres. La idea de la socialización de los medios de producción aún no está madura en la sociedad dieciochesca. En sus Fragmentos políticos, el ginebrino rechaza explícitamente tanto la relación salarial, propia de la sociedad capitalista, como  una sociedad comunista donde reinase la abundancia y todos los deseos pudiesen ser satisfechos sin trabajo, lo que le parece completamente utópico.

No se trata, por tanto, de perseguir una igualdad inalcanzable, sino de establecer una baremo mínimo, realista: que ningún ciudadano sea tan rico como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para verse obligado a venderse, como afirma en El Contrato.

La relación salarial marca el nivel en que dicho baremo ha sido sobrepasado y la desigualdad ha alcanzado tanta fuerza que la comunidad se disgrega en una multitud de átomos independientes y egoístas que sólo persiguen su propio interés. El bien común se convierte entonces en una palabra sin sentido.

El igualitarismo del ginebrino trata así de trascender el corto alcance de la teoría liberal. Rousseau rechaza, en efecto, esa ordenación de la sociedad encaminada a la defensa de los derechos naturales individuales que, en esa mitad de siglo, equivale a decir los derechos de los propietarios.  "¿No son para los poderosos y los ricos todas las ventajas de la sociedad?", se pregunta en el Discurso sobre la Economía política.

No cabe, sin embargo, olvidar que, a la vez, en la obra rosseauniana se encuentran importantes alegatos a favor de la propiedad privada. En el citado Discurso sobre la Economía política, que preparó para la Enciclopedia, y que Diderot rehusó publicar por el arcaísmo de sus tesis económicas, califica a la propiedad privada de derecho sagrado que sirve de fundamento a la sociedad política.

La propiedad es asimismo considerada como el fundamento del Estado en El Contrato Social, en el Discurso sobre el origen de la desigualdad, y en Emilio, donde la primera idea que el preceptor inculca a su alumno es el respeto a dicha propiedad.

Esta aparente contradicción ha dado pie para enarbolar numerosas interpretaciones opuestas del pensamiento político rousseauniano, que ha sido por ello considerado carente de unidad y de coherencia.

Autores como Vaughan o Cobban (éste en una primera  época) sostuvieron la tesis de que Rousseau pasó del liberalismo de la teoría lockiana a una forma extrema de colectivismo, mientas que otros, como Laski, Edme Champion o Dérathé, le sitúan dentro de los defensores de la propiedad privada.

La controversia puede resultar interminable salvo que intentemos averiguar el significado del término propiedad en cada uno de dichos textos. Entonces la contradicción desaparece.

Rousseau condena en el Segundo Discurso (sobre el origen de la propiedad) la propiedad privada ilimitada, capitalista, la de los medios de producción, que reduce a una parte de la población a la condición de meros asalariados, desprovistos de una parte de la libertad y de la igualdad originarias. Y defiende en sus restantes obras la pequeña propiedad, que garantiza a todo hombre su subsistencia. De ahí que el derecho natural a la subsistencia, que conlleva la posesión de algún medio de vida, sea para Rousseau, como lo será para Robespierre y los sans-culottes después de la Revolución Francesa, un derecho sagrado.

Jean-Jacques encabeza ciertamente en el XVIII la lista de los enemigos de la propiedad privada capitalista, legitimada por Locke. Su alegato en contra de dicha forma de propiedad, y su defensa de la igualdad serán seguidos por los moralistas del XVIII, como Mably, Morelly, etc., y recogidos por Robespierre, quien es un fiel símbolo de las contradicciones que encerraba dicho ideal. No es que el pensamiento robespierrista fuese ambiguo, sino que el modelo que perseguía -esa rousseauniana e igualitaria sociedad de pequeños propietarios agrícolas- chocaba con la realidad.

Robespierre, heredero de Rousseau, prosiguió durante la Revolución Francesa la batalla de la igualdad contra la propiedad. En sus intervenciones ante la Convención, en 1792, en su proyecto de Declaración de derechos del hombre, de 1793, y en si intento de modificar la Constitución del mismo año, trató de establecer límites a la propiedad privada, que atentaba contra el derecho a la existencia de los hombres.

El ideal robespierrista era alcanzar el Reino de la Igualdad, limitando progresivamente el ejercicio del derecho de propiedad, y redistribuyendo al mismo tiempo los medios de producción. Aunque tal proyecto igualitario, de raíces obviamente rousseaunianas, fracasó en el marco de la crisis económica y de las tensiones sociales de 1794, volverá a ser retomado años más tarde por los babuvistas, quienes en la conjura del Iguales, tratarán de hacerlo realidad.

El ideal igualitario conduce así desde Rousseau al presocialismo babuvista, pasando por Robespierre. Después, en el XIX, recibirá un vuelco considerable con la revolución industrial, y una nueva formulación con el  marxismo.

Que Rousseau, y en especial El Contrato Social, conducen a Marx ha sido sostenido con notable éxito, en particular por autores italianos como Della Volpe o Colletti. Pero si, en cierta manera, puede decirse que el ideal igualitario está presente en ambos, y que tanto el ginebrino como Marx coinciden en su crítica a la sociedad capitalista -aunque en Rousseau sólo aparezca esbozada, no cabe ninguna duda de su oposición al sistema capitalista y a la teoría política liberal-, no hay coincidencia en sus respectivos modelos de sociedad. Más allá de la negación del capitalismo presente en ambos, y de su común antiestatismo y deseo de que la sociedad reasuma el poder desgajado y situado en una esfera separada e independiente del cuerpo social, no hay semejanzas posibles. Marx teoriza sobre la base de las nuevas condiciones económico-sociales surgidas en el XIX, entre las que destacan la revolución industrial y la aparición de la clase obrera, y prevé su superación y la desaparición de la sociedad de clases, gracias al desarrollo del sistema productivo. Mira al futuro. Rousseau rechaza la sociedad de su época en base a un ideal de pequeños propietarios agrarios, igualitario y precapitalista. Mira al pasado, a la Ciudad-Estado grecorromana. No hay más semejanzas entre ambos que las que se quieran hallar entre la sociedad comunista del futuro y la polis del pasado.

Pero, independientemente del significado que El Contrato Social tuviera para Rousseau, la obra adquirió vida por sí misma, separándose de las intenciones de su autor y trascendiéndole, y ha desempeñado un papel crucial en el pensamiento político occidental de los últimos doscientos años. De Biblia de los revolucionarios de 1789 a libro de cabecera de Fidel Castro, El Contrato ha sido considerado la plasmación por excelencia de la teoría democrática. Cassirer, Dérathé, Baczko, y muchos otros autores han insistido sobre el alcance revolucionario del  pensamiento político del Ciudadano de Ginebra, y, en especial sobre su formulación de la soberanía del pueblo.

No es que tal concepto tenga su origen en Rousseau, como ha demostrado Robert Dérathé en un magnífico estudio que hoy es un clásico. Se encuentra ya recogido por los iusnaturalistas Grocio, Pufendorg y Locke. En el Ensayo sobre el Gobierno Civil, Locke atribuye la soberanía al pueblo, quien cede -o para respetar la palabra inglesa trust, confía- el poder del supremo -el legislativo- a unos representantes con el encargo de hacer leyes que salvaguarden los derechos naturales del individuo. Locke prevé incluso la posibilidad de que ese poder -al que los restantes se encuentran subordinados- retorne a la comunidad en caso de incumplimiento de la misión para la que fue designado:

"Si los detentadores de ese poder se apartan de ella abiertamente o no se muestran solícitos en conseguirla, será forzoso que se ponga término a esa misión que se les confió. En ese caso, el poder volverá por fuerza a quienes lo entregaron".

De igual modo, Grocio y Pufendorf hacen residir en el pueblo la soberanía, que éste entrega, mediante pacto, a unos jefes.

La diferencia radical entre Rousseau y los teóricos del derecho natural estriba en que para el primero la soberanía debe residir siempre en el pueblo, sin que le sea posible a éste delegarla en unos representantes. El pueblo debe obligatoriamente hacer las leyes por sí mismo, siendo el gobierno un simple comisionado encargado de la ejecución de los mandatos del soberano, obligado a rendir cuentas, y pudiendo ser destituido por éste en cualquier momento.

Mientras que la doctrina liberal se basa en la división de poderes y en el principio de la delegación, que nuestro sistema político democrático ha heredado del siglo XVII, Rousseau, con su rechazo del sistema representativo, se distancia de ella ostensiblemente.

La democracia directa es lo que hace impracticable su sistema, como pudieron comprobar Robespierre y los jacobinos al intentar infructuosamente llevarlo a la práctica. Es cierto que la Constitucion francesa de junio de 1793 estaba imbuida del espíritu de El Contrato Social, pero los Montagnards se encontraron con dificultades insalvables para permanecer fieles a sus concepciones democráticas, y terminaron apelando a la dictadura jacobina del Comité de Salud Pública, e instaurando, en pro de la soberanía popular, el poder de una fracción sobre el pueblo hasta decapitar las secciones. Así se inició, como subraya Roger Barny, el despotismo de la libertad, que sacrificaba los intereses individuales en beneficio de la colectividad.

La traición al ideal rousseauniano por parte de Roberspierre -traición a que le condujo su propia fidelidad al rousseauismo-, con la concentración de poderes en manos de los mandatarios del pueblos como único medio de garantizar el predominio de la voluntad general, es una manifestación del fracaso del propio modelo rousseauniano.

Y es que hay algo tremendamente utópico en intentar ensamblar, como pretende el ginebrino, ese par de términos opuestos de libertad y coacción. "Se les obligará a ser libres", afirma en El Contrato.

La terrible contradicción en la que se debate Rousseau -que será la misma a la que tendrá que hacer frente Robespierre- consiste en que para conseguir transformar a hombres insolidarios, egoístas e independientes, en un cuerpo colectivo que persiga el bien común, hay que recurrir necesariamente a la violencia, que se legitimará en nombre de la voluntad general.

En el concepto rosseauniano de voluntad general, definido no como una suma de voluntades particulares, sino como la voluntad del cuerpo social, que se sitúa por encima y, en ocasiones, al margen de la voluntad y de los intereses particulares de sus miembros, autores como Talmon han querido ver tintes totalitarios -término éste muy comprometido y que puede ser tachado de anacrónico-.

Sin llegar a tales extremos, es indudable que hay una fuerte dosis de coacción en esa voluntad que se sitúa como un deber ser por encima del individuo, que es todopoderosa y tiene derecho, en nombre del sagrado interés común, a reclamarle incluso la vida. Esa voluntad colectiva que se presenta como una estructura exterior de la conciencia, en palabras de José María Ripalda, es utópica, irreal y falsa en una sociedad dividida en clases sociales antagónicas, y no es posible implantarla en la práctica.

La realización del Reino de la Igualdad y de la Virtud en este contexto condujo al fracaso o, peor aún, al terror jacobino.

Esa unión de libertad y coacción que se encuentra en el concepto rousseauniano de voluntad general no es, según Jean-Jacques, sino la manifestación, a nivel general, de la contradicción íntima del ser humano, mitad dios-mitad demonio, desgarrado entre sus intereses egoístas y privados -voluntad particular- y sus miras altruistas y elevadas -voluntad general-.

Lo que sustenta la legitimación rousseauniana de la coacción es su concepción de la naturaleza humana, impregnada de platonismo e influida asimismo por la dualidad cristiana entre cuerpo y alma.

Esa oposición interna del individuo, que remite a la caída originaria, tiene su correlato, socialmente hablando, en la contradicción Estado de naturaleza-Sociedad civil. En base a su creencia en la bondad originaria del ser humano, es decir, a su concepción antropológica optimista, y a la existencia de un orden natural racional y equitativo -corrompidos ambos por un cúmulo de azares  históricos desgraciados que hicieron surgir la propiedad privada y la desigualdad-, el ginebrino se niega a aceptar el egoísmo y la insolidaridad de los hombres de la sociedad de su tiempo. Ello le induce a querer reconstruir ese Paraiso perdido en la sociedad civil, recurriendo para ello a métodos coactivos.

La amoralidad de las tesis liberales -que separan claramente economía y moral- permite, por el contrario, aceptar los vicios privados -egoísmo, ambición, competencia- como virtudes públicas, por cuanto potencian la vida económica y suponen un estímulo para la prosperidad de la nación.

No hay en la teoría política liberal bien común que se alce por encima del individuo. Desde Locke quedó bien establecido que la misión del Estado consiste en salvaguardar los derechos naturales del individuo, y, en particular, su propiedad, lo que suponía un serio obstáculo ante cualquier pretensión del poder político por limitar los derechos individuales, en nombre del interés general.

En el XVIII, Helvétius y los utilitaristas basaron su ética en el principio de la satisfacción del interés individual. La finalidad del comportamiento humano -afirmaban- es gozar del máximo placer y evitar el dolor. Todas las motivaciones de las acciones de los hombres se derivan de este principio.

Rousseau, por el contrario, es ajeno a ese individualismo que en su época sirve de fundamento a la vida económica y a la moral, y en sus concepciones sigue primando lo colectivo y los valores éticos. No hay justificación posible -ni siquiera económica- ante el derrumbe de las virtudes cívicas, del patriotismo, de la solidaridad, de la virtud.

 El ideal rousseauniano fue tachado en el siglo XIX de anacrónico. Fue Benjamín Constant quien desarrolló en 1815 la argumentación contra Rousseau que será esgrimida por los teóricos liberales hasta nuestros días.

Según Cosntant, el ginebrino pretendió implantar un modelo de sociedad obsoleto que se caracterizaba por el predominio de la libertad "antigua". Libertad que consistía en el sometimiento del individuo a la colectividad, e implicaba la pérdida de la independencia y de la libertad individuales, en aras del interés común. Dicha libertad "antigua" sólo era factible en el marco de una democracia igualitaria, que ahogase las distinciones sociales y toda particularidad individual, en beneficio de la homogeneidad del grupo. Dicho sistema resultaba incompatible, según Constant, con la libertad moderna, puramente negativa, que consiste en garantizar a los individuos la seguridad necesaria para disfrutar de sus existencias privadas en paz. En los tiempos modernos, lo privado prevalece sobre lo público, y las categorías de bien común y voluntad general, resultan sospechosas.

Los escritores liberales, desde Benjamin Constant en el XIX, a autores contemporáneos como Léon Duguit, Emile Faguet, o Talmon, sienten un profundo rechazo hacia la argumentación rousseauniana, que les parece constituir una amenaza contra la libertad individual. De ahí el recelo que despierta Jean-Jacques en quienes le consideran un defensor del despotismo.

Desde esa óptica liberal, el anacronismo de Rousseau consiste en intentar trasladar a nuestros días una extensión de poder social, de soberanía colectiva que pertenece a otros tiempos. La democracia directa es imposible e inútil en la sociedad moderna, a la que sólo le conviene el sistema representativo. Querer imponer hoy ese sistema, dice Constant, significa querer implantar la tiranía. Aunque este autor no duda de las buenas intenciones del ginebrino, su sistema le parece una puerta abierta al despotismo.

Pero, como hemos visto, ésta no es más que una de las lectura que ha sugerido El Contrato.

Retomando la pregunta con que iniciábamos este estudio preliminar, podríamos concluir diciendo que El Contrato es la gran obra política de Rousseau, en la que, a pesar de su reducido tamaño, se encuentran expuestas las grandes líneas de su pensamiento político, los principios de su modelo de sociedad.

Sus restantes obras políticas carecen del carácter de generalidad que tiene El Contrato. Por ejemplo. el Proyecto de Constitución para Córcega y las Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia, como ya se ha dicho, son escritos en los que el ginebrino trata de aplicar los principios que figuran en El Contrato a pueblos concretos. En los Escritos sobre el Abbé de Saint-Pierre, uno de sus textos menos conocidos, Jean-Jacques expone y madura, a través de un comentario de las ideas de este autor, las suyas propias. El abate, autor del Proyecto de paz perpetua, es respetado por el ginebrino -a pesar de sus rasgo utópicos-, y ejerce sobre él una influencia no despreciable.

En cuanto a los dos Discursos, el primero, Discurso sobre las Ciencias y las Artes, de carácter ético -aunque para Rousseau la ética y la política están estrechamente ligadas- trata de la corrupción de las costumbres. El segundo, Discurso sobre el origen de la propiedad privada, es un análisis de la evolución de la humanidad, desde el originario estado de naturaleza al corrupto estado social. En ambos discursos predominan los aspectos críticos y negativos frente a los constructivos de El Contrato.

Este es un libro complejo que, para una comprensión adecuada, deber ser enmarcado dentro del conjunto de la obra del ginebrino, y en particular de Emilio, que ofrece una visión amplia de la cosmogonía rousseauniana. La dificultad del texto era evidente para el propio autor, quien escribía al final de su vida que hubiera sido necesario rehacerlo y que quien lo entendiese por completo sería más listo que él.

No demos, sin embargo, malinterpretar estas palabras. Aunque probablemente el ginebrino no se sentía satisfecho del todo con su escrito, no ignoraba su trascendencia, como lo demuestra su carta a Christophe de Beaumont, o como testimonia Hume en carta a Hugh Blair.

En cuanto a las dificultades del texto, provienen en parte de su abstracción, y, en parte, de una redacción a veces farragosa (como, por ejemplo, cuando Rousseau emplea terminología matemática) y alejada de su estilo habitual, fluido y brillante.

Conviene tal vez recordar que, antes de establecer los principios de la teoría democrática, Rousseau comienza por asestar un golpe demoledor contra el absolutismo monárquico y contra algunos de los teóricos políticos que habían legitimado, de una u otra forma, la tiranía.

Así aparecen en sus páginas Grocio, a quien Jean-Jacques critica virulentamente y califica de promotor del despotismo, Hobbes, Locke, a quien reprocha su defensa del sistema representativo, etc. A veces el autor no aparece mencionado explícitamente, como ocurre en el capítulo IV del libro I, donde Rousseau condena la tesis hobbesiana de que el déspota garantiza a sus súbditos la tranquilidad civil.

Aparte del contenido no manifiesto y de los sobrentendidos del texto, uno de los conceptos que más pueden oscurecer el significado de la obra es el de Cité, que Rousseau opone a Estado. La traducción correcta de este término -que por su importancia dentro del pensamiento político rousseauniano justificaría por sí sola una nueva edición del Contrato- es polis -u no ciudad como figura en algunas traducciones- o, mejor aún, Ciudad-Estado, término este último que engloba no sólo a la polis griega, sino también a Roma

Es éste uno de los conceptos claves del sistema político del ginebrino, y sobre él pivota El Contrato Social. Lo que intenta Rousseau al oponer la Ciudad-Estado al Estado -moderno, deberíamos agregar-, y el ciudadano al burgués, es marcar las diferencias existentes entre ambos modelos políticos.

El rasgo diferenciador de la Ciudad-Estado, como hemos visto, es la democracia directa, que se caracteriza por la ausencia de representantes y la no delegación de la soberanía por parte del pueblo. El ideal rousseauniano que implica ausencia de burocracia y de ejército permanente. Es el Estado reducido a su mínima expresión. Modelo que encontramos en El Contrato, bajo la forma de esos ejércitos de campesinos que resuelven los asuntos comunes bajo un roble, y que no parece tener mucho que ver con el Estado moderno, fuertemente centralizado, con su potente aparato estatal y su ejército permanente.

Si, por último, tratásemos de responder a la pregunta: ¿es Rousseau un liberal, un conservador, un revolucionario?, habría que especificar, en primer lugar, que el marco teórico en el que se inscribe su pensamiento es efectivamente liberal, al igual que lo son la problemática y los conceptos que utiliza, pero que las respuestas que da no lo son.

En efecto, aunque la teoría rousseauniana surge en el seno del discurso liberal, representa un giro considerable, por cuanto cuestiona los presupuestos fundamentales de dicha teoría. Sin embargo, las condiciones para ofrecer una alternativa al modelo liberal aún no estaban maduras. El modelo alternativo que presenta el ginebrino se reviste -porque no puede ser de otro modo en esa época- con el ropaje antiguo y el ideal de la Ciudad-Estado. Ello es debido a que la ideología igualitaria no disponía aún de ningún otro punto de referencia. Que por ello Rousseau deba ser considerado un autor tradicional o que, por el contrario, haya que insistir en su voluntad democrática y en sus aspectos progresistas, es aún tema de debate.




Texto del ESTUDIO PRELIMINAR realizado por la Dra. María José Villaverde sobre el libro EL CONTRATO SOCIAL de Jean-Jacques Rousseau.

Un saludo cordial y hasta el  mes que viene.

Francesc-Amílcar Riega i Bello.

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